A la misma hora
Primer relato elegido por el jurado
A la misma hora
Por M.
Aquella
multitud que llenaba la calle de sonidos, olores y formas volvía a
estar allí. El señor de la cara de pena y el maletín de piel desaparecía
entre la gente; la señora del chaquetón azul despedía a su hijo con un
beso en la parada del autobús; la anciana empujaba el carrito de bebé
con la lentitud de quien empuja su propia vida; la joven de la bicicleta
rosa por fin encontraba una farola libre a la que encadenarla. Pero
Isabel siempre esperaba impaciente a la niña que alumbraba el escenario
de la realidad, siempre a la misma hora. La mujer que la acompañaba, que
suponía que era su madre, le recordaba a su abuela en la única foto de
juventud que había visto de ella. La misma sonrisa serena que la que
resaltaba en el color amarillento de ese retrato. Se preguntaba si sería
enfermera, como su abuela había querido serlo, pero las obligaciones de
tres
hermanas pobres y huérfanas lo habían impedido.
Una mochila sobre una espalda frágil anunciaba la dirección de aquellos pies pequeños. En otro tiempo Isabel también salía cada mañana con su madre, aunque un lugar distinto. Nunca fue al colegio, pese a desearlo con las mismas fuerzas con las que escuchaba las negativas a su petición. Según le decían, lo que tenía que hacer una mujer lo aprendería en casa. Con la misma ritualidad con la que la pequeña pasaba por allí cada mañana, iba al lavadero del pueblo cuando el sonido de los gallos anunciaba el comienzo de una nueva jornada. Allí se reunían mujeres de todas las edades a lavar la ropa y a ventilar el alma. El olor de las pastillas de jabón, el frío del agua y el sonido de la ropa al frotarse con la piedra creaban un espacio en el que la voz de las mujeres encontraba un sitio. Para ella era un lugar mágico en el que descubría el mundo, el mismo mundo que proyectaba su propio destino.
A la misma hora,
ante Isabel volvía a aparecer la esperanza bajo la forma de aquel cuerpo
pequeño. Soñaba para ella que un día, al mirar atrás, viera un camino
trazado por ella misma.
Interrumpieron sus pensamientos el sonido de unos pasos. La enfermera del geriátrico
entró en la habitación:
-Vamos, Isabel, la hora de reposar el desayuno ha terminado.
Y, mientras retiraba de la ventana la silla de ruedas, murmuró:
-Qué pena llegar a esta edad para no enterarte de nada.
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